miércoles, 17 de septiembre de 2008

La crueldad y el deseo de saber

Yo creo en la extrañeza que inunda lo cotidiano, dice Lucrecia Martell. Y sigue: El gran esfuerzo de la educación debiera ser justamente "siniestrar" la percepción. (...) Lo siniestro es eso, cuando de golpe mirás algo y reconocés que deliberadamente no estabas viendo todo. Ahí uno descubre algo. En la crueldad de los chicos con los animales hay algo de eso. Hay algo en el dolor, en el sufrimiento del animal, en el horror de esa estreuctura organizada desarmándose, desarticulándose, perdiendo vida. Cuando los chicos hacen esas cosas, lo que hay es desesperación por la vida. En la crueldad no hay otra cosa que el intento desesperado de ver la vida.

Cruel nos llega de la palabra latina crudus que quiere decir sangrante, crudo, no cocido; reciente. Se usa para hablar de los frutos cuando aún no están maduros. También alude a lo que no ha sido digerido, ni trabajado, a lo que permanece en bruto. Por extensión, por esos avatares de la conciencia en búsqueda del ideal de la "bondad" más que de la "verdad", llegó a significar lo que hoy entendemos por crueldad, o sea, una insensibilidad o falta de compasión ante el dolor de otro tan intensa que nos hace capaces de infligirle daño, dolor, incluso la muerte.
Yace en su fondo, sin embargo, esa sed de saber, de entender lo que nos conmueve e inquieta hasta el punto de superar el horror y aventurarnos a actuar en forma extrema. El lenguaje coloquial conserva esta tensión de los sentidos: "se mata estudiando", "te vuelve loca con sus preguntas" y así, más y más.

¿No hay, hoy en día, una cierta reivindicación de la crueldad como camino para desidealizar, llamar a las cosas por su nombre, ya que las verdades, más que causar daño, serían sanadoras? Pienso en el Dr. House, por ejemplo.

martes, 2 de septiembre de 2008

Cómo escribir cuando deseamos ser leídos

Hace poco, una profesional invitada a colaborar con un artículo en un libro colectivo referido a una investigación en la que ella había participado, me envía su texto para que yo lo corrija. Me pide que la ayude a cambiarle el tono. "Demasiado frío", me dice.

Y... sí, se trata de un informe de avance, escrito según las normas que rigen este tipo de producción, en todos los casos y se trate de lo que se trate. Una de estas normas es la de usar formas impersonales, como si decir "Se desprende de ello..." en lugar de "Yo concluyo..." pudiera garantizarle objetividad a la conclusión arribada.

Le digo que, para cambiar el tono, pruebe de usar la primera persona del singular, que hable ella, que le hable al lector para que éste, al leerla, pueda escucharle los matices, las inflexiones de su voz, compartir con ella el ambiente en el que ella gestó su trabajo.

"Una idea es como un pájaro raro que no se puede ver. Lo que uno ve es el temblor de la rama que acaba de abandonar". Este maravilloso pensamiento de Lawrence Durrell (El cuarteto de Alejandría), que expresa tan bien la desazón que sentimos cuando queremos decir lo que pensamos y sentimos que se nos escapa y escapa y escapa..., justifica la necesidad de escribir en primera persona. Es la única forma de transmitir el temblor y llegar a los lectores -académicos o no-, hacer que reciban algo -entiendan o no-, se inquieten, se hagan preguntas, se entusiasmen.

Extrañada ante mi propuesta, me pregunta "Pero, ¿no va a sonar muy pedante?"

"¡No, no y no! Es precisamente al revés, le digo. Cuando vos te involucrás a fondo, desaparecés. Pero no oculta detrás de un palabrerío rimbombante que suele dejar al lector, knockeado por la soberbia, pensando que a él no le alcanzan las neuronas que tiene para entender lo que está leyendo. Metida a fondo en el empeño por transmitir lo que quiero decir, dejo de ser 'yo' para ser el instrumento a través del cual se revela, cobra existencia la idea, el texto. No hay mayor objetividad que la que se logra cuando elcompromiso con lo que hacemos hace que nos olvidemos de nosotros mismos."